Formo parte de esa multitud, llamarnos
generación me suena demasiado pretencioso,
de oyentes que pudieron asistir durante unos años a la magia transmitida desde el
programa de la cadena SER La ventana cuando
aún lo presentaba Xavier Sardá.
Él y su equipo de guionistas hacían lo imposible por
ofrecer cada día algo diferente sin perder las constantes que hacían de éste el programa más interesante de todo el
espectro radiofónico existente por aquel entonces: tertulias con personajes desconocidos
pero que daban una visión particular de los asuntos de debate, secciones fijas con
colaboradores reputados y sobre todo la inestimable ayuda de ese alter ego del presentador
que vino a llamar señor Casamajor.
Por aquella época, Sardá gozaba de un mayor prestigio
y respeto por parte de la crítica, aunque seguramente de un bolsillo menos lleno, gracias
a su fama de periodista comprometido e íntegro.
Y entonces llegó
la tentación de la TV, Telecinco necesitaba un maestro de ceremonias para sus noches que
contrarrestara la marcha de Pepe Navarro a Antena 3 y Sardá fue el elegido. El tiempo
terminó de demostrar que no se equivocaron. No
era la primera vez para él, ya había triunfado con otros programas en los que sólo se
le pedía hacer de presentador (Juegos de niños,
¡Ole tus vídeos! o incluso en Moros y
cristianos) pero esta vez se le planteó trasladar La ventana a la TV, o lo que es lo mismo, cumplir una de las clásicas utopías del mundo
periodístico: Hacer la radio en colores.
Él aceptó el reto, se llevó a su equipo y
empezó un programa que buscaba entretener al público con entrevistas divertidas a
personajes relevantes de la sociedad, con tertulias
más o menos serias, tampoco es que fueran las de Negro sobre blanco, y
e incluso con un corto informativo de menos de un minuto que recordaba las noticias del día. Aunque le costó un tiempo, acabó imponiendo su estilo e entretener la diversión por encima del humor
zafio, el sexo y el morbo que vendía su rival.
Incomprensiblemente, Sardá dio entonces un giro a su
programa apostando cada vez más por la prensa rosa y la polémica, ganándose así al público más joven, a costa de sacrificar a gran parte de los que le
admirábamos hasta entonces. Yo personalmente decidí dejar de ver el programa para que el
presentador de Crónicas no se acabara
imponiendo en mi recuerdo al de La ventana.
Después de casi dos años sin ver su programa, decidí
engancharme de nuevo para comprobar por mí mismo si era cierto que Sardá se estaba
desviando aún más de su idea original y hete aquí que me encontré con la grata
sorpresa de que Sardá sigue jugando a lo mismo, sólo que ha decidido cambiar los actores
de su circo. Los intelectuales y tertulianos que disfrutan del uso de la palabra de su
primera fase han dado paso a los famosillos de medio pelo que se dedican a representar
cada noche una comedia, con villanos, con amor, con bufones y con peleas, como todo buen vodevil necesita.
Crónicas
tiene dos vertientes que convergen en su afán por entretenernos todas las noches pero
divergen en el método de lograrlo. Por un lado tenemos el humor blanco que destilan las
secciones de brillantes colaboradores como Carlos Latre, Boris Izaguirre o Xavier Vidal.
El lado más siniestro y reprobable lo aportan los
carroñeros de la prensa del corazón, los strip-tease,
Javier Cárdenas, este impresentable
que vive a costa de reírse de pobres diablos que se venden por un plato de lentejas, o
incluso el jefe que ha adquirido algunas de las peores costumbres de sus empleados y se
dedica a humillar alguno de sus invitados. Suscribo las palabras de Joaquín Sabina,
antiguo amigo de Sardá, cuando declaró que no le gustan los señoritos que se ríen de
los tontos del pueblo.
No es casualidad que en el camino se hayan quedado
colaboradores que no encajaban en este mundo, como Galindo, Paz Padilla o el caso más
insignificante y a la vez más significativo, es decir, el
señor Casamajor. Insignificante porque
sus apariciones eran contadas, significativo porque el señor Casamajor era el mayor
exponente de su anterior etapa radiofónica, apartándole dejaba claro que se había
vendido definitivamente y que mataba todo lo bueno que este vejete representaba en su
carrera. La transformación de periodista a simple showman se había completado.
Si
algún día se le extirpara esta segunda
vertiente, Crónicas volvería a sus orígenes
y quizá pudiera redimirse de los excesos en que ha incurrido durante estos años, pero
eso significaría bajar las audiencias y las ganancias.
Olvidémonos
de utopías, porque en esa disyuntiva que tiene en un lado el dinero y en el otro los
principios, Sardá ya ha demostrado qué lado escoge.
Si
algún día consigue desengancharse de esa adictiva rueda
de fama y dinero en la que lleva años rodando y vuelve a la radio, la multitud a la que
hice referencia al principio del artículo volverá(volveremos) a reunirse alrededor de un
transistor para quedar embelesada con su buen hacer. Se le echa de menos. |